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Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí. (Isaías 6:8)

La visión de Isaías adquirió una nueva dimensión. Hasta entonces él había visto la gloria de Dios, había oído el canto de los serafines, había sentido el carbón ardiente sobre sus labios, pero ahora por primera vez escuchaba la voz de Dios. De repente, los ángeles callaron y la voz que la Escritura describe como el estruendo de muchas aguas resonó en todo el templo. Aquella voz hizo eco con las agudas preguntas: “¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?”

Aquí vemos un patrón que se ha repetido en la historia. Cuando Dios se aparece, la gente tiembla con terror, luego Dios perdona y sana, para después enviar. El patrón que es el quebrantamiento precede a la misión. Cuando Dios preguntó, ¿a quién enviaré? Isaías entendió la fuerza de esa palabra. Ser enviado significaba funcionar como un emisario de Dios, ser vocero de la Deidad. En el nuevo testamento la palabra “apóstol” significa “enviado.” La contraparte al apóstol en el antiguo testamento era el profeta. Dios buscaba un voluntario que entrara al solitario y arduo oficio de profeta.

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