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Edmundo la amaba sin reservas, al igual que aceptaba y amaba el carácter festivo y algo rebelde de su padre. Aunque seguía sin comprender por qué, siendo tan distintos, sus padres se habían enamorado. Pero a final de cuentas, que era lo que contaba. Habían hecho un buen matrimonio que perduraba en un mundo cada vez más confuso e inestable.

—Yo también te quiero, mamá —había respondido antes de darse la vuelta y salir trotando hacia la puerta de la casa.

Su madre meneó la cabeza al verlo chocar levemente con una silla del comedor, sin mayores consecuencias.

—Y no corras, ya ves que siempre te caes —dijo al espacio vacío que su hijo había dejado.

Tras sentarse en un sillón de la sala, en la soledad de su casa, ya que tanto su esposo como su hijo menor ya habían partido a sus propios asuntos, la menuda mujer suspiró profundamente antes de susurrar con verdadero fervor:

—Por favor, Señor, cuida a mi hijo en el reto que va a emprender.

Un reto al que Edmundo, sin saberlo, había estado destinado desde su nacimiento. Y que ella debía de dar a conocer a su familia ese día, lo que era un motivo adicional de preocupación.

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