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El conductor del automóvil bajó precipitadamente para ayudar al muchacho. Creyó haber visto un globo de luz dorada que lo había envuelto en el momento del golpe, pero supuso que había sido su imaginación, desatada por el susto.

—¡Dios mío, que esté vivo, por favor! —susurró con la garganta y la boca secas al inclinarse sobre el joven tirado en el pavimento.

No tuvo tiempo para más, ya que en esos momentos llegó al lugar el hombre del traje deportivo azul, que se inclinó deprisa a auscultar brevemente al accidentado. Sus ojos, detrás de unos lentes de montura metálica redonda, reflejaron alivio tras tomarle el pulso. Sin embargo, su expresión cambió al volverse a hablar con el conductor:

—El chico no está bien —aseguró—. Debe ser atendido de inmediato. En cuanto a usted, está demasiado nervioso para conducir. Así que yo lo llevaré al hospital más cercano —informó—. Mi automóvil no está lejos de aquí. Usted no se preocupe —añadió con cierta amabilidad.

Y diciendo esto, levantó a Edmundo con suma facilidad ante la mirada nerviosa del automovilista y la curiosidad de la gente que ya se había reunido al derredor del accidente.

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