Читать книгу Arte y agencia. Una teoría antropológica онлайн

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El vehículo no solo refleja la personalidad del dueño, sino que también posee una personalidad propia como coche. Por ejemplo, tengo un Toyota al que profeso cierta estima más que un amor absoluto, pero, como los Toyota son coches «sensatos» y ciertamente desapasionados, al mío no le importa (es japonés, al fin y al cabo; los automóviles tienen dimensiones étnicas bien distintas). En mi familia, le hemos puesto nombre propio: Toyolly, «Olly» para abreviar. Es un coche fiable y considerado que solo sufre averías relativamente leves y cuando «sabe» que no causará graves inconvenientes. Si, Dios no lo quiera, se averiara en mitad de la noche todavía lejos de casa, lo consideraría un acto de alta traición cuyo único culpable personal y moral, para mí, sería él y nadie más, ni yo ni el mecánico que lo revisa. Desde la razón, sé que esa forma de pensar resulta un tanto extraña, pero también que el 99 por ciento de los dueños de coches atribuyen una personalidad a sus vehículos igual que yo, y que esas imaginaciones contribuyen a un modus vivendi satisfactorio en un mundo de máquinas. En efecto, se trata de una forma de «creencia religiosa» –animismo vehicular– que acepto porque forma parte de la «cultura automovilística», elemento relevante de la cultura de facto del Reino Unido en el siglo XX. Ya que sí practico habitualmente esta variedad de animismo, considero que hay razones de sobra para utilizarla como base sobre la que concebir otros animismos que no comparto, por ejemplo, la adoración de ídolos (léase el capítulo 7, en particular los apartados 7.8 y 7.9, para profundizar en detalle sobre la «agencia» de las imágenes).

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