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– Me temo Majestad que no existe una cabeza pensante – expresó titubeante uno de sus ministros -, sino que todo se debe a una reacción en masa protagonizada por los leales de don Juan, que como sabéis no son pocos.
– Y ahora, ¿qué actitud debe adoptar el rey? – preguntó Felipe II dirigiendo una mirada inquisitoria a todos sus consejeros.
Ninguno de ellos se atrevía a sugerir nada al respecto, hasta que el sabio prior de los jerónimos tomó la palabra.
– Creo que lo más sensato e inteligente en estos momentos, es que recibáis el cuerpo de vuestro hermanastro y preparéis un entierro en este monasterio. Y os sugiero humildemente que se haga con todos lo honores que merece un miembro de la Casa de Austria, héroe de la batalla de Lepanto y de los Tercios de Flandes.
– ¿Estáis insinuando que encumbremos aun más su figura después de muerto?
– Exactamente eso es lo que os aconsejo – insistió el monje mientras el resto de consejeros permanecían en silencio en un segundo plano.
– ¡Y qué gano yo con ello! – rugió el monarca.