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Ingresaron en la bahía de San Juan, cuya entrada estaba protegida por los amenazantes cañones de la fortaleza del Morro, la cual divisaron por babor. Una vez que todos los navíos estaban al resguardo del puerto natural que suponía la bahía y antes de desembarcar, fray Pedro de la Serna comunicó al comandante Alvear que los galeones habían pasado la prueba de sobrecarga satisfactoriamente, por lo que podrían vaciarse sus bodegas de adoquines, los cuales deberían destinarse al empedrado de las calles de San Juan.

– Fray Pedro – dijo el comandante mirando hacia el infinito -, sabéis de sobra que no era partidario de trasportar esos adoquines en mis galeones, pero tengo que reconocer que esa carga en la bodegas, probablemente haya evitado que nos fuéramos a pique cuando en medio de la tempestad colisionamos con el otro navío.

– Querido comandante, los designios del Señor son inescrutables y todo sucede por algo, aunque a veces no alcancemos a comprender su sentido.

Los viajeros recién llegados ingresaron en la ciudad atravesando la muralla por una entrada con forma de pórtico, dejando a la derecha sobre la muralla la fortaleza Palacio del Gobernador. Seguidamente, ascendieron por una empinada pendiente hasta desembocar en la calle del Cristo frente a la catedral, para terminar accediendo a su interior.


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