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Aún cabe estar expectantes con otros cambios. Nos referimos no solo al transporte autónomo de personas y mercaderías (pilotados remotamente –aviones– o sin conductores –trenes, coches y autobuses–) que quizás no afecte tanto a las normas sobre transporte en sí como a las de responsabilidad; sino a fenómenos como el cambio en la relación entre el ciudadano y el medio de transporte (de percibirlo como propiedad de..., por ejemplo, a contemplarlo como una prestación de servicios) que convertirá en contratos de alquiler por tiempo (sharing) lo que son usos por propietario; medios de transporte que combinarán diferentes modos o ámbitos donde discurre el transporte (no diferentes medios de transporte, véase el prototipo pop up de Audi y Airbus, sino transporte por tierra y aire en un mismo medio); o nuevos medios de transporte que cambiarán la eficiencia tiempo/coste de los medios actuales (véase, por ejemplo, las iniciativas hyperloop).

En este orden de cosas, el ámbito donde se ha puesto de manifiesto una mayor «revolución» es sin duda el del transporte terrestre de personas. La irrupción en el mercado de una «nueva modalidad de operadores» (pensamos en Uber, Cabify y BlablaCar, por mencionar algunos ejemplos), gracias al auge de la ya implantada economía colaborativa (Comunicación de la Comisión Europea, de 2 de junio de 2016, Una Agenda Europea para la economía colaborativa), ha generado importantes consecuencias jurídicas que se ponen de relieve, por un lado, en lo concerniente al modo de prestar los servicios de transportes (sujetos que lo llevan a cabo); y, por otro, en cuanto a la forma en la que los destinatarios celebran los contratos de transporte.

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