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Por lo tanto, es preciso reconocer:

– Que el orden constitucional merece tutela penal, pero dentro del principio de extrema ratio.

– Que el orden público, cuya tutela se confía, como es lógico, en primer término, al Derecho Administrativo, tanto en lo que concierne a planificación del uso del espacio público como al régimen de sanciones sobre los abusos, también puede recibir una protección penal pero solo en casos muy graves.

– Que son muchos los delitos, diferentes de los del Título XXI, que constituyen ofensas a principios y promesas constitucionales, por lo cual se ha de extremar el cuidado en la selección de conductas en las que prima el ataque al orden constitucional, aunque la antijuricidad material devenga de la Constitución, como sucede, por ejemplo, con la interdicción de la arbitrariedad en relación con el delito de prevaricación o la violación de la intimidad o de la privacidad de las comunicaciones.

– Que las alteraciones de orden público, debidamente entendido lo que constituye el orden público, por graves que sean, nunca deben ascenderse a atentados contra el orden constitucional. Cuestión diferente, y delicada, es la fijación de la frontera entre la infracción de orden público y el delito contra el orden público.

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