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En suma pues: el Derecho Penal ha de defender y proteger el orden constitucional, pero en nombre de ese objetivo no puede hipertrofiarse la intervención penal y, mucho menos, reducir las exigencias derivadas de los principios de culpabilidad y ofensividad, sin olvidar que, incluso dándose una relación más o menos clara, no es posible dar la categoría de lesión del orden constitucional a cualquier infracción, pues la defensa penal de la Constitución también se ha de someter también al reiterado principio de intervención mínima.
IV. El replanteamiento de las penas adecuadas
Una simple mirada a los Títulos XXI y XXII del Código Penal pone de manifiesto la dureza de las penas que pueden imponerse, con gran abundancia de la privación de libertad, al margen de que el hecho haya comportado violencia.
A estas alturas del siglo XXI no es defendible que la respuesta primaria a los delitos haya de ser la cárcel, sea cual sea el grado de peligrosidad del sujeto. No faltará quien diga que la permanencia en prisión puede explicarse por “ejemplaridad” y porque también impide cometer, durante ese tiempo nuevos delitos. Pero no olvidemos que estamos contemplando el problema penal colocando en primer lugar la “seguridad” prescindiendo de la naturaleza del hecho y de su autor. Se dirá entonces que la pena de prisión para el no peligroso es “retribución”, mientras que para el peligroso es a la vez retribución y prevención frente al peligro que encarna, solo que esa doble explicación de la función de la pena es discutible, además –y ese es otro eje de la cuestión– de que es también insoportable la tesis de que la cárcel es la retribución natural, pues puede haber otra clase de castigos que también se justifiquen como retribución en todo o en parte, y no consistan en privación de libertad.