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En este caso no se está ante la protección de las víctimas sino de los bienes jurídicos que se defienden con las leyes penales, y se partía de una realidad que no había asumido aún el sistema judicial: que el delito investigado efectivamente se había cometido, y que lo había cometido el investigado a quien se priva de libertad, porque eso solo puede determinarse en la sentencia.
La posibilidad de que se acuerde en los momentos previos a la sentencia la medida más grave que el Estado puede imponer como pena al responsable de un delito, partiendo de la certeza de su culpabilidad, debe hacernos reflexionar muy seriamente sobre el respeto a la arquitectura del proceso penal en un Estado democrático de derecho. Se deben buscar vías que garanticen, a un tiempo, el respeto de los derechos y libertades del inocente, que no ha sido condenado, y la protección de todos los bienes jurídicos, incluidos los generales de la sociedad.
Para ello seguramente se habrán de movilizar recursos más costosos y normas más depuradas, pero bien vale la pena defender las libertades individuales también en estos tiempos. No se atiende al contenido de la potestad jurisdiccional si se considera que hay una “obligación judicial de velar porque el ejercicio del derecho por aquel a quien se atribuye una grave actuación delictiva, no ponga en riesgo facultades de mayor relevancia y más necesitadas de protección”, como se dice en el ATS de 9 de marzo de 2018 (RJ 2018, 774), resolviendo la solicitud de libertad provisional del Sr. Sánchez o, subsidiariamente, un permiso penitenciario para acudir al Parlament como candidato a la Presidencia de la Generalitat. Esa obligación de evitar riesgos generales corresponde a otros poderes públicos, de modo que los órganos judiciales, por más que tengan noticia de ese riesgo, deberían abstenerse de intervenir para conjurarlo.