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12 de octubre de 2018

La responsabilidad moral del abogado

Me he levantado a las 6:30 y no porque sonase el despertador en un día festivo sino porque me desperté a esa hora recordando, en ese estado de vigilia, una conversación de la víspera.

Todo empezó dos días antes cuando me reuní con un cliente en mi despacho para explicarle que nos habíamos quedado sin prueba y teníamos que decidir si continuábamos con el proceso o desistíamos. Le comenté que seguía convencido de que teníamos razón pero que era muy arriesgado fiar nuestro éxito a las contradicciones del expediente administrativo.

Quedamos en que lo comentaría con su esposa y al día siguiente me llamaría para darme una respuesta. Y así lo hizo, primero por la mañana para aclararle unas dudas, y luego por la tarde para, tras hacer memoria de lo sucedido (una dura intervención, el reconocimiento de una invalidez absoluta y una continua cruzada contra el dolor que padecía) decirme lo siguiente: “Eugenio, me has hablado con franqueza y te lo agradezco, sé que va a ser difícil ganar este pleito por cómo me lo has explicado, pero tengo la razón y si alguien puede demostrarlo ese eres tú; no hay nadie más indicado, así que adelante con la demanda y que Dios reparta suerte”.

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