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Entre ellas se ayudaban en los estudios. Para una eran los números para la otra las letras. Lo pasaban muy bien juntas. De reír y conversar acerca de compañeros y profesores, pasaron a preguntarse por la trascendencia de la vida y a compartir sus sueños para el futuro. Una se veía haciendo caminos, puentes, edificios y la otra quería conocer las profundidades del alma humana. Las dos leían poesías. Mistral les parecía misteriosa, Vallejo: limpio, Neruda, de metáforas arrogantes, Parra, cotidiano y genial. En sus conversaciones se sentían críticas de arte y literatura y no dudaban de sus apreciaciones. Monolíticas y triunfantes definían los textos dando cortes afilados. Benedetti, lúdico, Mutis, profundo. Paz, demasiado teórico.
Enjuiciaban con la libertad demoledora de los catorce años.
Se hicieron mejores amigas. Leían sus diarios de vida; bailaban y ensayaban las coreografías de las canciones de moda, se maquillaban cuando iban a las juntas con los chicos.
En la escuela de las niñas el padre Pedro hacía las clases de ética y religión además de reclutar voluntarios para su exitoso grupo de Acción Social. Éxito que probablemente se debía más a las fiestas y los paseos que a las reflexiones espirituales semanales de los equipos.