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No, no se podía protestar eso esa noche. El foco estaba sobre esos dos cuerpos que esperaban sepultura. Hubiese quedado como una mentirosa o una loca.
No era justo, nada era justo.
Seguía inmóvil, con el oído aguzado, los ojos muy abiertos. Rígida. No le gustaba esa mano, era cargante, insistente y estaba fuera de lugar. Esa mano debería estar allá, no acá, pensaba con rabia. Mano intrusa, mano ilegal. No está pasando, no está pasando. Es un error del jefe. Seguro que si el tuviera conciencia pediría disculpas. O tal vez se trata del desorden que deja la muerte. De la interrupción de ciertas disposiciones que reglamentan la convivencia. Claro, todos en una misma pieza en un día de dolor. ¿El jefe se habrá confundido con la pena?
Como fuere, ahí seguía el brazo pesado, la mano que toca donde no se toca sin preguntar. No le gustaba este corre, corre, sobre su piel. Se sentía tan incómoda que a pesar del intento que hacía la razón por controlar el miedo, el cuerpo se iba endureciendo, se iba haciendo insensible, se retiraba lejos de esa mano. ¿Qué hace ahí esa mano? Nadie la había advertido, nunca había escuchado ni leído acerca de algo así. ¿Sucedía a menudo? ¿Era normal? La mano intentaba despertar en la piel algo que se sentía como pastoso, revuelto, oscuro. Y la piel reaccionaba queriendo invaginarse, replegarse. Hacer desparecer todo montículo, regresar a la infancia.