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El tono de los reclamos subió llegando al punto de rabia extrema, o valentía, no sé cómo describirlo, pero los eché de mi casa, y de paso, cerré la puerta y clausuré mi pertenencia a este grupo; oficialmente estaba excluido, ya no hacía parte de ellos. Hoy, pensándolo bien y recordándolo, ya no me sentía digno de pertenecer al grupo, y más aún, de no ser digno, al reprobar enérgicamente lo ocurrido, ni siquiera quería ser parte, prevalecía mi dignidad como persona, había hecho respetar mi nuevo hogar, pero quedó comprometido el ser digno de estar con mi esposa en este nuevo proyecto de vida, lo cual me hace pensar en que, cuando cedes algo en retribución, ¿ganas o pierdes algo?, ¿el dar y el recibir deben estar balanceados?

La noche pasó y con ella el licor en todos, en mí, en mis ex amigos y la molestia de mi esposa estaba un poco más baja; fue aquí donde dimensioné lo que había sucedido. Ya estaba excluido del grupo, era indigno de pertenecer, según la definición de pertenencia, no validaban que las mujeres de cada uno de nosotros fuera “grosera” con los demás; al parecer, estaban detrás de nosotros, la dignidad de cada uno de los integrantes del grupo no podía ser violentada por ellas; interesante ver esto, no había identificado que la dignidad de los integrantes del grupo estaba por encima de la de sus parejas, otra regla fuerte que hacía parte de ese muro invisible construido de requerimientos para pertenecer. Pasaron los días y por mi cabeza seguía rondando el mismo episodio, pero la gran conclusión a la que llegaba, la misma en la que hoy me mantengo, es que fue lo mejor que pudo haber sucedido, que ese lazo de amistad cesara, no era sano, habían muchos condicionantes que no compartía, que aceptaba por pertenecer, y que, desafortunadamente, se vieron expuestos en una situación dolorosa para que yo pudiera tomar la decisión de cerrar la puerta a continuar perteneciendo al grupo, fue en un momento extremo en donde mi dignidad personal afloro al máximo para hacerse respetar.

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