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La idea de un Dios compasivo tuvo que haber sido totalmente incomprensible para la mentalidad griega de aquel tiempo. En opinión de ellos, sus dioses no compartían el pesar de sus adoradores. Pero lo que para ellos era inconcebible, para nosotros es el corazón de las buenas nuevas. ¿Cuáles son esas buenas nuevas? Que Dios, además de ser infinitamente poderoso, es también supremamente compasivo. ¡Y que ese Dios, nuestro amante Padre celestial, se identifica plenamente con todo lo que suceda a sus hijos!

Hay, además, una segunda razón: Jesús lloró por el pesar que le causaba saber que “muchos de los que ahora estaban llorando por Lázaro pronto maquinarían la muerte de quien era la resurrección y la vida” (ibíd.). Aquí, de nuevo, tenemos una vislumbre del carácter de Dios; de ese Dios que “es tardo para la ira y grande en misericordia” (Núm. 14:18); del Dios que no quiere “que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Ped. 3:9).

Quiero comenzar este nuevo día dando gracias porque el Dios todopoderoso, que hizo los cielos y la tierra, es tu Padre celestial y también el mío. Quiero agradecer, además, porque a Jesucristo, su amado Hijo, lo conmueven profundamente nuestras aflicciones, y porque no permanece indiferente ante nuestros pesares. Finalmente, quiero dar gracias porque un glorioso día, quizás hace ya mucho tiempo, ese bendito Salvador nos invitó a darle nuestro corazón.

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