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Las palabras de la doctora Habenicht no deberían sorprendernos. Muchos años antes, Elena de White ya había escrito que el amor de la madre representa ante el niño el amor de Cristo, y que los niños que confían y obedecen a su madre están aprendiendo a confiar y obedecer a Dios.

Recordé estas palabras cuando leí lo que, según Corrie Ten Boom, la ayudó a soportar las terribles experiencias que vivió en un campo de concentración nazi. Cuenta Corrie que cuando ella era todavía muy niña, su padre, Casper, era quien la acostaba a dormir, siguiendo un acostumbrado ritual: la acostaba, la arropaba, oraba con ella, le daba un beso de buenas noches y finalmente le decía: “Que duermas bien, Corrie... Te amo”.

¿Qué hacía Corrie, a todas estas demostraciones de amor? “Me quedaba muy quietecita, porque temía que si me movía, podía dejar de percibir el toque de su mano”.

Nunca imaginó el señor Casper lo mucho que el toque de su mano, y sus oraciones, significarían para Corrie mientras estaba recluida en Ravensbruck, un campo de concentración para mujeres. Cuenta ella que, durante las noches, le parecía sentir sobre su rostro el toque cariñoso de la mano de su padre. Entonces, mientras estaba “acostada en un inmundo colchón, en esa prisión deshumanizante, oraba: ‘Oh, Señor, permíteme sentir tu mano sobre mí [...]. Déjame esconderme bajo la sombra de tus alas’. En medio de mis sufrimientos, así encontraba seguridad en mi Padre celestial” (In My Father’s House, p. 78.).

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