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¿Por qué Dios perdona al pecador convicto y confeso, mientras que pasa por alto los ruegos del fariseo? ¿No dice la parábola que este hombre vivía piadosamente? No robaba, no era infiel a su esposa, no cometía injusticias contra el prójimo... Además, ayunaba dos veces por semana y daba diezmos de todas sus ganancias. Sin embargo, salió del Templo sin la bendición de Dios. ¿Por qué?

Creo que Philip Yancey da en el clavo cuando escribe que para que la gracia de Dios sea efectiva, el pecador debe primero recibirla; pero para recibirla, sus manos deben estar vacías (What’s So Amazing about Grace, p. 180).* El publicano fue perdonado porque llegó al Templo “con las manos vacías”. Las manos del fariseo, en cambio, estaban llenas. ¿Cómo podía recibir la gracia de Dios, si sus manos ya estaban llenas de orgullo y de suficiencia propia?

Hay todavía una lección más en esta parábola, y es que ante Dios la humanidad no se divide en justos y pecadores. Solo hay pecadores: los pecadores que, como el publicano, reconocen su condición y piden misericordia; y los que, al igual que el fariseo, se creen justos y, por lo tanto, consideran que no necesitan arrepentirse.

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