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Los apóstoles Pedro y Juan habían ido al Templo a orar, como a las tres de la tarde. Ahí encontraron a un hombre que era cojo de nacimiento, de unos cuarenta años (Hech. 4:22), “que era llevado y dejado cada día a la puerta del Templo que se llama la Hermosa, para que pidiera limosna” (3:2). ¿Qué mejor lugar para pedir limosna?

Cuando el cojo vio a los apóstoles entrar al Templo, les pidió una limosna. Entonces, Pedro, mirándolo fijamente, le dijo: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda”. ¿Qué ocurrió cuando el poderoso nombre de Jesús fue invocado? Dice la Escritura que “al instante [al hombre] se le afirmaron los pies y tobillos; y saltando, se puso en pie y anduvo; y entró con ellos en el Templo, andando, saltando y alabando a Dios” (vers. 7, 8).

Ni siquiera en sus mejores sueños cruzó por la mente de este hombre lo que ese día ocurriría en el Templo. Fue a pedir limosnas, pero en lugar de unos pocos centavitos, ¡pudo caminar! Nunca había podido entrar en el Templo; al menos, no caminando. Pero eso fue lo primero que hizo, “andando, saltando y alabando a Dios”.

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