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No habían sido sus hermanos, sino los propósitos de Dios, los que habían llevado a José a Egipto. “Fue el plan de Dios”, escribió Elena de White, “que por medio de José fuera introducida en Egipto la religión de la Biblia. Este fiel testigo debía representar a Cristo en la corte de los reyes” (Desde el corazón, p. 262).

¿Cómo sabemos que José entendió que Egipto formaba parte del propósito de Dios? Porque eso fue lo que él mismo dijo a sus hermanos cuando les reveló su identidad: “Yo soy José, su hermano, el que ustedes vendieron a Egipto. Pero no se pongan tristes, ni lamenten el haberme vendido, porque Dios me envío aquí, delante de ustedes, para preservarles la vida” (Gén. 45:4, 5, RVC;). Y cuando dijo: “Fue Dios quien me envió”, pronunció una de las verdades más poderosas en la historia de la humanidad; a saber, que el propósito de nuestra vida no está en las manos de ningún poder terrenal –ya se trate de los gobernantes de las naciones, de los dirigentes de la comunidad o de los jefes en el trabajo–, sino en las manos del Dios soberano del universo.

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