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El conflicto entre las grandes potencias ya se había iniciado tiempo atrás, fuera de los campos de batalla. Solamente hacía falta un pretexto, una ocasión, para hacer realidad las pretensiones de dominación de quienes apostaban al juego de la guerra. La muerte del Archiduque y su esposa fue el estopín elegido para inflamar las armas de los imperios europeos.

Gavrilo deseaba vivir en un territorio libre de la ocupación extranjera. Ciccio también pretendía vivir en una Italia soberana. Ambos anhelaban convertirse en héroes de una causa. Ambos fueron víctimas de las ambiciones de quienes nunca llegarían a conocer el infierno de los campos de batalla, donde tributaron su vida más de nueve millones de combatientes. Quienes decidían las confrontaciones militares, jamás llegarían, ni siquiera, a imaginar las penurias de los campos de concentración de prisioneros de guerra.

Para ellos, la guerra no pasaba de ser un elemental tablero de ajedrez, donde seleccionaban las jugadas sin correr ningún tipo de riesgos. Sentados en los cómodos sillones de los despachos oficiales, o escudados en los vetustos salones donde se tejían intrigas palaciegas, decidían el destino de generaciones enteras, presentes y futuras. Los combatientes, los héroes y los protagonistas de esa infernal maquinaria militar que se ponía en movimiento, eran apenas un número y un botón en los mapas extendidos sobre las mesas donde configuraban sus estrategias.

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