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Vayan ustedes, bellacos, con vuestro cuerpo a defender vuestra patria, y después, cuando vuestra vida se halle en peligro como puercos que son, firmarán la paz a cualquier costo.

Nosotros por la Patria sufrimos bastante, y nuestra patria es nuestra casa, nuestra familia, nuestras mujeres y nuestros niños. Cuando terminen de matarlos a todos se quedarán contentos contemplando centenares de miles de niños sin padres? Y ¿por qué? Solamente por un ambicioso y desvergonzado capricho”.

Comenzaba la primavera de 1917, cuando empiezan a despuntar los botones de las primeras flores en Sicilia. Don Giovanni proseguía en su minuciosa rutina de todos los días. Al abrir la pesada puerta de su negocio, siempre lo esperaban dos o tres mujeres madrugadoras. Continuaba levantándose a las cuatro de la mañana y asistía con rigurosa puntualidad a su cita de las ocho con su clientela, pero sus días carecían de la alegría y el entusiasmo de otrora. Su cuerpo le parecía pesado y hasta su andar se hizo más lento. No alcanzaba a entender que Ciccio hubiera decidido partir sin escucharlo.

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