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Mantenía firme sus esperanzas de reencontrarlo, pero el temor de perder a su hijo le sobrevolaba la mente y el corazón. Esa angustia interminable que le minaba por dentro, se transformaría en su compañera más temible.
Rosa, taciturna, recorría la casa como una sombra. Su delgadez se había acentuado. De mediana estatura, era notorio que su rostro de finas facciones se había asociado al sufrimiento. Sus manos suaves, siempre cultivadas con esmero, cubrían con caricias del alma a sus hijos. La mirada atenta de sus ojos, que comenzaban a sumergirse en sus cuencas, no había perdido el brillo de sus años juveniles. En sus íntimas meditaciones pretendía hallar en la severidad de Giovanni, quizá, la causa determinante de la decisión de su hijo. Pero de sus labios jamás partió un reproche. Nadie escuchó una queja. Ahogaba su llanto, en los rincones de su casa, en un gesto solidario a su familia y a sus convicciones.
Giovanni Cirnigliaro y Rosa Bocchieri, padres de Ciccio.
Mientras tanto, Ciccio exhibía con varonil orgullo el pase ferroviario que serviría para viajar a un centro militar en el norte de Italia. Había soñado con entrar en combate, luchar por su patria, y retornar vencedor y lleno de gloria. Su incorporación como voluntario civil y la necesidad del ejército de incorporar mano de obra para cavar trincheras, reforzar puentes, armar defensas y tender alambres, le permitió que casi ninguno de los suboficiales reparara en sus dieciséis años recién cumplidos, ni en su escuálido físico poco apto para el tremendo esfuerzo corporal que exigía la guerra de trincheras, como soldado o como auxiliar. Con sus escasos sesenta kilogramos de peso repartidos en apenas un metro y sesenta y cinco centímetros de estatura, carecía de la recia estampa de un soldado. Más bien se asemejaba a uno de los tantos niños hambrientos, los hijos de la pobreza, que asolaban la campiña italiana a comienzos del siglo XX.