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En determinado momento, en una tarde preñada del sol lombardo, Cesare se acercó a Ciccio, mientras éste contemplaba embelesado el entrenamiento militar de los infantes. Sorprendido, el joven siciliano se puso en posición de firme ante la presencia de su superior, quien le preguntó si quería ser soldado. Ciccio quedó estático ante una pregunta que lo conmocionó, puesto que soñaba con esa posibilidad inalcanzable. Solo atinó a decir “Mi capitán, he venido como voluntario para servir a la Patria donde ella me necesite”.
El capitán Colombo ya no lo miró con la simpatía que le guardaba siempre, puesto que su espíritu militar, en ese momento, prevaleció por encima de sus valores humanitarios. Se acercó y le dijo secamente: “Tú tienes más actitud de combatiente que de soldado, y la Patria necesita combatientes” y agregó con carácter imperativo: “mañana te espero en mi oficina a las siete para comenzar tu preparación militar”. Ciccio se desmoronó. No lo podía creer. Saludó militarmente a su superior y se retiró.