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Esa “carta de identidad” representaba el reconocimiento a su status de combatiente, tan anhelado. Estaba dotado de un cordón para colgarlo en el cuello que venía a reemplazar el centímetro de tela que pendía de sus hombros, cuando trabajaba en la sastrería en su Ragusa natal. Su amigo Giordano, su maestro en el arte del vestido, había sido reemplazado rudamente por un suboficial de voz estridente, de modales firmes pero bruscos, a quien no podía llamarle por el nombre, que ni siquiera conocía. En la fiereza de la mirada de su superior, con la precisión de sus órdenes y en la disciplina militar exigida, Ciccio empezó a tomar conciencia de la seriedad de su misión. No tuvo miedo, pero percibía que algo nuevo estaba naciendo dentro de él para cambiar su vida para siempre. No disponía de tiempo para nostalgias personales. Las exigencias de su preparación le insumían todo el día, de modo que al abordar las horas del descanso se dormía profundamente hasta que el sonido de la diana mañanera lo despertaba bruscamente. Le sorprendía e inquietaba un nuevo léxico: “attenzione” (atención), “parola di ordine” (palabra de orden), “signor sí” (si señor), etc., pero entendía que se encontraba obligado a incorporarlo. Todo era novedoso, pero atrapante.

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