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Giovanni esperaba a Peppino con la cabeza gacha de los condenados a muerte. Suspiraba cuando el cartero pasaba por la vereda de enfrente al número 63 del Corso Vittorio Emmanuele II, sin amagar con cruzar la calle. Por lo menos le quedaban dos o tres días más de esperanza, de que su hijo Ciccio retornaría algún día del infierno de la guerra. Una cruel enfermedad, el cólera, le arrebató a sus padres. No quería que otra enfermedad, la locura de los dirigentes políticos que habían declarado la guerra, le quitara a uno de sus hijos.

Sin embargo, Giovanni no pudo alcanzar un poco de calma en la tensa espera de ese día. Peppino no había recorrido cien metros en dirección al camino que lo llevaba a la otra Ragusa, a Ibla, cuando golpeó la puerta de una viuda para entregarle su recado de muerte. Tratábase de doña Concetta, la madre de Ianusso, el mejor amigo de Ciccio “u’pastaru”.

A Vincenzo y a Ianusso Stefano, la falta de trabajo los había llevado por los caminos de la muerte. Ianusso no tenía el mismo espíritu de Ciccio, que soñaba con ser héroe. La necesidad de trabajar lo llevó a enrolarse en una de las Compagnie di zappatori (Compañías de excavadores) que integraban la Brigada Siracusa. Estaban encargados de excavar trincheras, de levantar muros de defensas y de otros tipos de obras, a cambio de un sueldo miserable, que parecía una fortuna para esos jóvenes sin trabajo.

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