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Una noche helada del invierno, mientras las familias cenaban junto al calor del fuego a leña de sus hogares, un alarido los estremeció: “s’è perdutu un picciriddu” (se extravió un niño). La voz clara e inconfundible de Peppino alertaba a quienes podían haber visto a un niño perdido en la ciudad o en el campo. La estridencia de su anuncio, apenas ahogada por el silbido del gélido viento en esa noche oscura, era lúgubre como el aullido de los pájaros de mal agüero. Los padres, instintivamente, recorrían con la mirada los lugares de la mesa familiar, como si quisieran cerciorarse de que ningún niño faltaba en la casa. Las mujeres cubrían sus cabezas con un manto negro, en señal del pesar que les causaba la noticia. Un breve intervalo silencioso estremecía a todos. Chicos y grandes se miraban asustados.

Por la mañana y cada tres días, Peppino descendía por una de las veredas del Corso Vittorio Emmanuele II. Venía desde la plaza San Giovanni. Esta vez reemplazaba la adusta capa negra, que le abrigaba en sus rondas nocturnas, por un ajustado uniforme marrón del Ejército. Una gorra brillante cubría su incipiente calvicie. Con paso firme marchaba con la mirada clavada al suelo. Repentinamente se detenía y muy pocas veces llegaba a golpear la puerta de una casa. Casi todos los vecinos lo esperaban en la vereda. Cuando frenaba su fatídica marcha y entregaba su mensaje de muerte, la familia del soldado caído y los vecinos rompían en llantos inextinguibles. La Patria había perdido un soldado, mientras la familia perdía a un hijo.

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