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Ahora, Giovanni ya no reposaba en su silla de cuero marrón con sus apoyabrazos gastados por el uso, contemplando el atardecer en la vereda, hasta que llegaban, de a uno, sus hijos para cenar y dormir. Ahora tenía una cita extraña. Un encuentro diferente que, además, no era vespertino. A las diez de la mañana, como un autómata, detenía su tarea. Sus hombros ya habían tomado la curvatura de los años, dejando atrás la robustez de su juventud. No se notaban sus canas porque se cortaba el cabello al ras. Unos largos y anchos bigotes oscuros, que terminaban en punta, conferían adustez a su rostro. Sus cejas enjutas y su mirada firme atemorizaban, pero no podían disimular su mirar dulce de niño con rostro de hombre. Dando una mirada al reloj de bolso que extraía de un ajado chaleco marrón que usaba por arriba de su camiseta, salía a la vereda al encuentro de una cita fatídica. A esa hora pasaba Peppino, el cartero del Regio Esercito Italiano, encargado de comunicar las novedades de los combatientes ragusanos en el campo de batalla.