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Los mismos niños que celebraban la aparición de los faroles de luz de mercurio, se ilusionaban por entrar a esa sala dotada con una pantalla casera, en donde se proyectaban las primeras películas del incipiente séptimo arte. En realidad, se trataba de documentales con imágenes mudas de paisajes que se desplazaban al ritmo del sonido de un violín, entre bambalinas, que “u’maestru Currau” (el maestro Conrado) se empeñaba en ejecutar, y de un relator que contaba las historias. Aun así, amenazaba reemplazar al popular teatro de marionetas, “U teatro i’puppi” callejero.
“I picciuotti” (los chicos) solían sentarse en la vereda, enfrente al Parigino, desde donde reclamaban a coro un descuento en el precio de la entrada. Enfrentaban la furia de Don Pappé, su dueño, y de su socio, Vanni Saluni, preocupados por el escándalo. Se necesitaban tres soldi (un soldo era una moneda de cinco centavos de lira) para abonar la entrada. Y, pese a los innumerables esfuerzos por ahorrar, haciendo trabajos menores a amigos y parientes durante la semana, los chicos, a duras penas, alcanzaban a juntar dos monedas de cinco centavos. De ahí surgía el pedido de descuento, que tenía éxito sólo cuando la sala carecía de perspectivas de llenarse totalmente.