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Cuatro años más tarde, cuando contaba con catorce, al entrar Italia en la primera guerra mundial, sintió el aguijón que impulsa a los intrépidos; el grito interior que sacude a los que aman a su familia y a su pueblo; la motivación para acudir en defensa de sus hermanos. Pero nada podía hacer pues no contaba con edad militar. Su valentía y ansias de participar se diluían en fantasías infantiles. Su esmirriado cuerpo, delgado y frágil, no se asemejaba para nada a la tallada contextura de un guerrero, ya curtido en el campo de batalla.
En esa época, la medida del valor militar, la heroicidad que poblaban la mente de los niños y de los jóvenes, era una ilusión íntima. Todos querían ser Orlando, el furioso, el héroe de Roncesvalle, cuyas legendarias hazañas se relataban en los teatros de marionetas sicilianas. El cine comenzaba a insinuarse. Los hermanos Lumiére, apenas vislumbraban el descubrimiento que cambiaría la sociedad moderna, dominando gran parte de su cultura. “Allora Orlando con un colpo di spada fa cascare cinquecento uomini” (Ahora Orlando, con un golpe de espada, derriba quinientos hombres) repetía el titiritero, moviendo sus muñecos con frenesí.