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Eran escenarios callejeros que abundaban en Sicilia. Las tradicionales “Opere i’Puppi” (Óperas de marionetas) que inundaban la mente de chicos y grandes, contando historias increíbles de hechos épicos. Allí se cultivaba una escala de valores preñados de desinterés y altruismo, donde el fuerte y el valiente se empeñaban en defensa y socorro de los débiles. Exultaban amor al prójimo, mezclado generalmente con la violencia. Esa misma violencia que los había sojuzgado a largos años de sometimiento por parte de sus invasores.

Ciccio era indómito y ya jugaba a la guerra con su cuerpo y con su mente. Aspiraba a ser un héroe, como todo chico de esa edad, en aquel tiempo. Era pobre, y sus espadas de palo y sus trajes de papel y lona invadían sus aposentos. Se ilusionaba con un mundo pletórico de justicia, donde su protagonismo lo llevara a ganarse el afecto de todos.

Su mejor amigo, de mayor edad, era Ianusso. Un joven de 20 años, vecino de su casa, con quien mantenía, además, una complicidad que los hermanaba, como muchos chicos que guardan en secreto absoluto una ambición compartida. Pretendían enrolarse en el Regio Esercito Italiano para participar en la Primera Guerra Mundial, iniciada dos años atrás. Sin embargo, su propósito común tenía para ambos diversas motivaciones. “Iannusso calzolaio” (Juancito el zapatero), que era la profesión de su padre, aunque compartía las ambiciones patrióticas de Ciccio, veía en su incorporación militar la oportunidad de una salida ocupacional. Necesitaba imperiosamente trabajar, mientras Ciccio soñaba con vestirse de héroe.

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