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Casi no hubo despedida. Tras los preparativos, Giovanni, convencido de la firme voluntad de su hijo, decidió respetarla, autorizándola. No lo acompañó a la estación, pero no le negó la Santa Bendición que Ciccio le pidió antes de partir.
Era una tarde fría. El bello sol siciliano estaba ausente.
Al llegar a la estación, y antes de ascender al tren, presenció un tumulto que quedaría grabado en su memoria para toda la vida. Se alegró, íntimamente, que sus padres no hayan concurrido a despedirlo. Las madres y familiares de un centenar de jóvenes que habían sido reclutados, se plantaron en la vías del tren, enfrente a la máquina, decididas a impedir su partida. Sus gritos de desesperación y llantos se entremezclaban con los insultos y maldiciones dirigidos al Regio Esercito y al Rey de Italia Vittorio Emmanuele II. Vestidas de negro en su mayoría, hacían sentir su enojo y desaprobación de que sus hijos marcharan al conflicto. Cuando las fuerzas públicas lograron finalmente despejar las vías, el convoy, como un lúgubre cortejo, se puso en marcha, sembrando la desesperanza en todos los familiares que prolongaban su lamento.