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–Menos mal que terminó el recital de Los Jaivas –comentó Briceño.
–Cállate –respondió Julia, mientras le pegaba nuevamente en la cabeza.
Varios curiosos se habían acercado al lugar y muchos grababan la escena con sus teléfonos celulares. Del grupo se separó un hombre ataviado con poncho y chullo y empezó a leer una declaración.
–Hay que ver qué están diciendo... –musitó Julia.
Briceño se adelantó para acercarse al lugar, pero ella lo retuvo.
–Tranquilo –dijo ella–. Pueden entenderlo como una provocación. Andamos con chaquetas. El detective la miró con algo de fastidio pero se contuvo.
Se volvió hacia Herrera.
–¿Podría usted ir allá y conseguir una copia de lo que están leyendo?
El arqueólogo asintió y se dirigió a la explanada.
–Ya sé lo que piensas –le dijo Julia a Briceño–, es ilegal mandar a otro a recoger pistas. Esto también queda entre nosotros.
Ambos vieron que el arqueólogo se saludaba con cierta familiaridad con la gente que había estado tocando y bailando; le pasaron el papel, lo leyó y después lo devolvió. El grupo se aprestó a retomar la música y la danza. Julia y Briceño entraron. No era bueno que vieran a Herrera conversar con la policía. El arqueólogo los alcanzó en la nave principal del museo. Revisaba su teléfono.