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Aquí, pues, hemos de recordar lo que más arriba se argumenta en el capítulo XXII de este Tratado acerca del apetito, que nace en nosotros desde nuestro principio. Este apetito no hace sino ahuyentar y huir; y siempre que ahuyenta todo aquello que es menester y huye de lo que es menester, el hombre está en los términos de su perfección. A la verdad, ese apetito ha de ser guiado de la razón. Porque del mismo modo que un caballo suelto, por más que sea de naturaleza noble por sí solo, sin el buen caballero no sabe conducirse, así este apetito, que irascible y concupiscente se llama, por más que sea noble, es menester que obedezca a la razón. La cual le guía con freno y espuelas como buen caballero; usa el freno cuando ahuyenta -y llámase a este freno templanza, que muestra el término hasta donde ha de sujetarlo-; usa la espuela cuando huye, para volverlo al lugar de donde quiere huir y esta espuela se llama fortaleza o magnanimidad, la cual virtud muestra el lugar donde se ha de detener y luchar.

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