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Así pues, después de la propia perfección, la cual se adquiere en la juventud, es menester alcanzar aquella que, no sólo alumbra a uno mismo, sino a los demás; y es menester que el hombre se abra, como una rosa que ya no puede estar más tiempo cerrada y difunde el olor que dentro ha engendrado; y esto es menester en la edad de que hablamos. Conviene, pues, ser prudente,,es decir, sabio; y para ser tal requiérese buena memoria de las cosas vistas, y buen conocimiento de las presentes, y buena previsión de las futuras.
Y como dice el filósofo en el sexto de la Ética, «imposible es que sea sabio el que no es bueno». Y así no se le ha de decir sabio a quien con argucias y engaños procede, sino que se le ha de llamar astuto; porque así como nadie llamaría sabio a quien supiese jugar con la punta de un cuchillo en el borde del ojo, así no se ha de decir sabio a quien sabe hacer una cosa mala, al hacer la cual siempre antes que a los demás a sí propio ofende.
Si bien se mira, de la prudencia proceden los buenos consejos, que conducen a cada cual a buen fin en las cosas y obras humanas. Y éste es el don que Salomón, viéndose elevado al gobierno del pueblo, pidió a Dios, como está escrito en el libro de los Reyes. Ni espera el prudente a que se le pida: aconséjame; sino que proveyendo por sí, sin ser requerido, le aconseja; del mismo modo que la rosa, que, no sólo al que va en busca de su olor se lo ofrece, sino también a todo el que lo sigue. Podría decir aquí algún médico y legista: ¿Con que he de llevar mi consejo y darle sin que nadie me lo pida y no obtendré fruto? Respondo, como dice Nuestro Señor: «De grado recibo si de grado me lo dan». Digo, pues, sin ser legista, que aquellos consejos que no tienen que ver con tu arte y que proceden sólo del buen sentido que te dé Dios que es la Providencia de que se habla no debes vendérselo a los hijos de aquel que te los ha dado; aquellos que respectan al arte que has comprado, puedes venderlos; pero no tanto que no sea menester diezmarlos alguna vez y dar de ellos a Dios, es decir, a los míseros, que sólo poseen el grado divino.