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El padre de Safie había sido la causa de su ruina. Era un mercader turco y había vivido en París durante mucho tiempo, cuando, por alguna razón que no pude comprender, se granjeó el odio de los gobernantes. Lo detuvieron y lo metieron en la cárcel el mismo día en que Safie llegaba de Constantinopla para reunirse con él. Fue juzgado y condenado a muerte. La injusticia de aquella sentencia era de todo punto evidente. Todo París estaba indignado, y se consideró que habían sido su religión y su riqueza, y en absoluto el crimen del que se le acusó, las razones de su condena. Felix estuvo presente en el juicio; no pudo controlar su espanto e indignación cuando oyó la decisión del tribunal. En aquel momento hizo una promesa solemne de liberarlo y luego se ocupó de buscar los medios para conseguirlo. Después de muchos intentos infructuosos para conseguir acceder a la prisión, descubrió una ventana sólidamente enrejada en una parte poco vigilada del edificio, desde la cual se veía la mazmorra del desafortunado mahometano, el cual, cargado de cadenas, aguardaba desesperado la ejecución de aquella bárbara sentencia. Felix acudió a la ventana enrejada por la noche y le hizo saber al prisionero sus intenciones de liberarlo. El turco, asombrado y esperanzado, intentó encender aún más el celo de su liberador con promesas de recompensas y riquezas. Felix rechazó sus ofertas con desprecio. Sin embargo, cuando vio a la encantadora Safie, a la que le habían permitido visitar a su padre y quien, por sus gestos, le demostraba su más viva gratitud, el joven tuvo que admitir que el cautivo poseía un tesoro que realmente podría recompensar el esfuerzo y el peligro que iba a correr.

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