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Pocos días después, el turco entró en los aposentos de su hija y apresuradamente le dijo que tenía razones para creer que se había difundido que se encontraban en Livorno y que podría ser entregado rápidamente al gobierno francés. Por tanto, había alquilado un barco que lo llevaría a Constantinopla, y hacia esa ciudad zarparía en breves horas. Intentó dejar a su hija al cuidado de un criado, para que partieran más adelante y con más tranquilidad, junto a la mayor parte de sus riquezas, que aún no habían llegado a Livorno.

Safie pensó mucho y a solas qué podría hacer en aquella terrible situación. La idea de vivir en Turquía le resultaba odiosa; su religión y sus sentimientos también se oponían a ello. Por algunos documentos de su padre que cayeron en sus manos, supo del exilio de su enamorado y memorizó de inmediato el lugar en el que vivía. Durante algún tiempo estuvo indecisa, pero al final tomó una resolución. Llevando consigo algunas joyas que le pertenecían y una pequeña suma de dinero, abandonó Italia con una criada natural de Livorno que sabía árabe, y partió hacia Alemania. Llegó sin más inconvenientes a una ciudad que se encontraba a unas veinte leguas de la granja de los De Lacey; entonces, su criada cayó gravemente enferma. Safie se ocupó de ella con todo el cariño, pero la pobre muchacha murió, y la árabe se quedó sola, sin conocer la lengua del país e ignorando absolutamente de las costumbres del mundo. En todo caso, cayó en buenas manos. La italiana había mencionado el nombre del lugar al que se dirigían; y, tras su muerte, la mujer de la casa en la cual habían estado se tomó la molestia de asegurarse de que Safie llegara sana y salva a la granja de su enamorado.

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