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El libro de las Vidas de Plutarco que yo tenía relataba las historias de los primeros fundadores de la antigua república. Este libro tuvo un efecto sobre mí bastante diferente al de las cartas de Werther. De las imaginaciones de Werther aprendí el abatimiento y la tristeza; pero Plutarco me enseñó los nobles ideales: me elevó sobre la miserable esfera de mis propias reflexiones, para admirar y amar a los héroes de las épocas pasadas. Muchas de las cosas que leía sobrepasaban con mucho mi entendimiento y mi experiencia. Adquirí una idea muy confusa de los reinos y de las extensiones de los países, de los poderosos ríos y de los océanos infinitos. Pero lo desconocía absolutamente todo de las ciudades y de las grandes aglomeraciones humanas. La granja de mis protectores había sido la única escuela en la que yo había estudiado la naturaleza humana. Pero aquel libro presentaba nuevas y formidables situaciones. Leí historias de hombres que se dedicaban a gobernar los asuntos públicos o a masacrar a sus semejantes. Sentí que crecía en mí una gran pasión por la virtud y un aborrecimiento por el vicio, al menos en la medida en que yo comprendía el significado de aquellos términos, relativos únicamente al placer y al dolor, pues en ese sentido los aplicaba. Movido por aquellos sentimientos, desde luego acabé admirando a los legisladores pacíficos, como Numa, Solón y Licurgo, más que a Rómulo y Teseo. La vida familiar de mis protectores consiguió que aquellas impresiones quedaran firmemente arraigadas en mi mente; si mi primer encuentro con la humanidad hubiera sido junto a un joven soldado que ardiera en deseos de gloria y sacrificio, podría haber quedado imbuido por diferentes sentimientos.

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