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Así transcurrió el otoño. Vi, con sorpresa y temor, que las hojas amarilleaban y caían, y la naturaleza de nuevo adquiría el aspecto mortecino y desolado que tenía cuando por vez primera vi los bosques y la adorable luna. No me importaban los rigores del tiempo. Por mi constitución, estoy más preparado para sufrir el frío que el calor. Pero mis únicas alegrías consistían en ver las flores y los pájaros, y todas las galas del verano; cuando se me privó de todo aquello, volví la mirada a los granjeros. Su felicidad no había disminuido por el adiós del verano. Se querían y se comprendían, y sus alegrías, que dependían de las de los otros, no se interrumpían por los acontecimientos que ocasionalmente ocurrían a su alrededor. Cuanto más los observaba, mayor era mi deseo de suplicarles protección y comprensión. Mi corazón anhelaba que aquellas encantadoras personas me conocieran y me quisieran, y que sus dulces miradas se dirigieran a mí con compasión. No me atrevía a pensar que pudieran volverme la espalda con desprecio u horror. A los pobres que se detenían y llamaban a su puerta nunca se les despedía. Es verdad que yo iba a pedir tesoros más preciosos que un poco de pan o un lugar para descansar. Iba a pedir comprensión y cariño, y no creía que pudiera ser absolutamente indigno de ello.

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