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—Son muy buenos —contesté—. Son las mejores personas del mundo, pero, desgraciadamente, están predispuestos contra mí. Yo tengo buenas intenciones; amo la virtud y el conocimiento; hasta ahora no he hecho daño a nadie y en alguna medida he beneficiado a otros; pero un prejuicio fatal nubla sus ojos; y, donde deberían ver a un amigo sensible y bueno, solo ven un monstruo detestable.

—Es verdaderamente lamentable —contestó De Lacey—, pero si usted es de verdad inocente, ¿no puede desengañarlos?

—Estoy a punto de intentar llevar a cabo esa tarea. Y es por esa razón por la que me siento abrumado por tantos temores. Aprecio mucho a esos amigos; no lo saben, pero durante muchos meses les he hecho algunos favores en sus tareas cotidianas; pero ellos creen que yo quiero hacerles daño, y es ese prejuicio el que deseo vencer.

—¿Dónde viven esos amigos? —preguntó De Lacey.

—Cerca de aquí… en este lugar.

El anciano se detuvo un instante y luego añadió:

—Si usted quisiera confiarme abiertamente los detalles, quizá podría intentar desengañarlos. Soy ciego y no puedo juzgar su aspecto, pero hay algo en sus palabras que me asegura que es usted sincero. Yo soy pobre, y vivo en el exilio, pero será para mí un verdadero placer ser de alguna ayuda a cualquier ser humano.

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