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—No se moleste, amable señor —contesté—. Traigo comida; lo único que necesito es un poco de calor y descanso.

Me senté y se hizo el silencio. Sabía muy bien que cada minuto era precioso para mí, sin embargo, permanecí indeciso respecto a la manera de comenzar la conversación, cuando el anciano se dirigió a mí:

—Por su modo de hablar, extranjero, supongo que es usted compatriota mío… ¿Es usted francés?

—No —contesté—, pero fui educado por una familia francesa y solo conozco esa lengua. Ahora voy a solicitar la protección de unos amigos, a quienes aprecio sinceramente y en cuyo favor he depositado todas mis esperanzas.

—¿Son alemanes? —preguntó De Lacey.

—No… son franceses. Pero hablemos de otra cosa… Soy una persona desafortunada y abandonada. Miro a mi alrededor y no tengo parientes ni amigos en este mundo. Esas buenas gentes a quienes voy a visitar nunca me han visto y saben muy poco de mí. Me embargan mil temores; porque si fracaso, ya siempre seré un desheredado en este mundo.

—No desespere —dijo el anciano—. Verdaderamente es triste no tener amigos: pero los corazones de los hombres, cuando no tienen prejuicios fundados en el egoísmo, siempre están llenos de amor fraternal y caridad. Así pues, tenga fe en sus esperanzas; y si esos amigos son buenos y amables, no desespere.

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