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Pero aquella fue una cascada de sensaciones que no podía durar. Acabé agotado por el exceso de ejercicio físico y me derrumbé en la hierba húmeda, con la impotencia de la desesperación. Entre los miles y miles de hombres, no había ni uno que sintiera compasión por mí o quisiera ayudarme… ¿acaso debía yo tener alguna piedad para con mis enemigos? ¡No! Desde aquel momento le declaré guerra eterna a la humanidad y, sobre todo, a aquel que me había creado y que me había arrojado a aquella insoportable humillación.

Salió el sol. Oí las voces de los hombres y supe que era imposible regresar a mi escondrijo durante el día; de modo que me oculté en la espesura del bosque, y decidí dedicar las horas siguientes a reflexionar sobre mi situación. Los rayos de sol y el aire puro del día me devolvieron en parte la calma; y cuando consideré lo que había ocurrido en la granja, no pude evitar creer que me había precipitado un tanto en mis conclusiones. Desde luego, había actuado imprudentemente. Era evidente que mi conversación había emocionado al padre y que me había comportado como un necio al mostrar mi figura y aterrorizar a sus hijos. Debería haber familiarizado al viejo De Lacey conmigo y, poco a poco, haberme ido mostrando al resto de la familia cuando hubieran estado preparados para soportar mi presencia. Pero no pensé que mis errores fueran irreparables; y, después de pensarlo mucho, decidí regresar a la casa, buscar al anciano y, con mis ruegos y súplicas, ganarlo para mi causa.

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