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Mis viajes fueron penosos, y los sufrimientos que tuve que soportar, amargos. Ya estaba muy adelantado el otoño cuando abandoné la región en la que durante tanto tiempo había vivido. Viajaba solo por la noche, temeroso de encontrarme con algún rostro humano. La naturaleza se marchitó a mi alrededor y el sol ya no calentaba; la lluvia y la nieve me atormentaban continuamente, y no encontraba refugio alguno… ¡Oh, Tierra! ¡Cuán a menudo maldije a quien me dio el ser! La bondad de mi naturaleza había desaparecido, y todo en mi interior se tornó rencor y amargura. Cuanto más me acercaba al lugar donde vos vivíais, más profundamente sentía que el espíritu de la venganza se había convertido en dueño de mi corazón. La nieve cayó a mi alrededor, y las aguas se endurecieron, pero yo no descansé. Algunas señales, aquí y allá, me guiaron en la buena dirección, pero a menudo me desviaba mucho del buen camino. La agonía de mi dolor no me daba descanso. Y nada ocurría de lo que mi rabia y mi desgracia no pudieran extraer su alimento. Pero una circunstancia que aconteció cuando llegué a los confines de Suiza, cuando el sol ya había recuperado parte de su calor y la tierra de nuevo comenzaba a mostrarse verde, confirmó de un modo particular la amargura y el horror de mis sentimientos.

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