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Después de algunas semanas, mi herida curó, y continué mi viaje. Ni el brillo del sol ni las suaves brisas de la primavera pudieron aliviar ya los trabajos que tuve que soportar; toda alegría no era sino una burla para mí, que insultaba mi estado de desolación, y me hacía sentir más dolorosamente que yo no estaba hecho para la felicidad. Pero mis sufrimientos ya se acercaban a su conclusión, y dos meses después llegué a los alrededores de Ginebra.

Era casi de noche cuando llegué a las afueras de la ciudad, y me aparté a un lugar escondido en los campos que la rodean, para pensar en el modo de dirigirme a vos. Me encontraba abatido por el cansancio y el hambre, y me sentía demasiado desgraciado para disfrutar de las dulces brisas del atardecer o las vistas del sol poniéndose tras las imponentes montañas del Jura. En aquel momento, me alivió un ligero sueño, el cual fue perturbado por la aparición de un hermoso muchacho, que entró en mi escondrijo corriendo con la juguetona alegría de la infancia. De repente, cuando lo miré, una idea se apoderó de mí… que aquella pequeña criatura seguramente no tendría prejuicios y que había vivido muy poco tiempo como para haberse imbuido del horror hacia la deformidad. Así pues, si pudiera hacerme con él y educarlo como mi compañero y amigo, no me encontraría tan solo en este mundo lleno de gente. Apremiado por aquel impulso, agarré al muchacho cuando pasó y lo atraje hacia mí. En cuanto vio mi figura, puso las manos delante de los ojos y profirió un agudo chillido. Le aparté las manos de la cara por la fuerza y le dije:

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