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Cuando clavé mis ojos en el muchacho, vi algo que brillaba en su pecho. Lo cogí. Era el retrato de una mujer hermosísima. A pesar de mi maldad, aquel retrato me calmó y atrajo mi atención. Durante unos breves instantes observé con deleite sus ojos oscuros y profundos, y sus adorables labios, pero de inmediato volvió a invadirme la ira: recordé que me habían privado para siempre de los placeres que criaturas como aquella podrían proporcionarme; y que aquella cuyo rostro contemplaba, si me mirara, habría cambiado aquel aire de divina bondad por un gesto de horror y repugnancia.

¿Acaso os sorprende que semejantes pensamientos me volvieran loco de rabia? Yo solo me maravillo de que en aquel momento, en vez de dar al viento mis emociones mediante inútiles exclamaciones y dolor, no me precipitara contra la humanidad y pereciera en mi deseo de destruirla. Mientras me sentía embargado por aquellos sentimientos, abandoné el lugar en el que había cometido el asesinato y busqué un escondrijo más apartado. En aquel momento vi a una mujer que pasaba cerca… Era joven, ciertamente no tan hermosa como la del retrato que yo tenía, pero de agradable aspecto y en la encantadora flor de la juventud y de la salud. Y pensé que allí iba una de aquellas sonrisas que se entregan a todo el mundo, excepto a mí. «No escapará a mi venganza; gracias a las lecciones de Felix y a las sanguinarias leyes de los hombres, he aprendido cómo hacer el mal.» Me acerqué a ella sin ser notado y coloqué el retrato a buen recaudo en uno de los bolsillos de su vestido.

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