Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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—¡Qué buen hombre! —exclamé—. Acepto su ofrecimiento y se lo agradezco mucho. Me infunde usted nuevos ánimos con su amabilidad, y espero que no me aparten de la compañía y la comprensión de mis semejantes.

—¡Que el Cielo no lo permita…! Ni aunque usted fuera un verdadero criminal… porque eso solo podría conducirle a usted a la desesperación, y no incitarlo a la virtud. También yo soy desafortunado. Mi familia y yo hemos sido condenados, aunque somos inocentes: juzgue, pues, si no he de comprender sus infortunios.

—¿Cómo podría agradecérselo, mi mejor y único benefactor…? Por vez primera oigo de sus labios la voz de la comprensión dirigida a mí. Siempre le estaré agradecido, y su humanidad me asegura el éxito con los amigos con los que estoy a punto de encontrarme.

—¿Puedo saber cuáles son los nombres de sus amigos y dónde viven? —preguntó De Lacey.

Guardé silencio. Aquel era el momento decisivo en el que se me arrebataría o se me concedería la felicidad para siempre. Luché en vano por encontrar el valor suficiente para contestarle; el esfuerzo acabó con todo el ánimo que me quedaba; me hundí en la silla y sollocé. Y en aquel momento oí los pasos de mis jóvenes protectores. No tenía tiempo que perder; pero, aferrándome a la mano del anciano, grité…

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