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Mi corazón latía muy deprisa. Era la hora y el momento definitivo, en el que se decidirían mis esperanzas. Los criados se habían ido a una fiesta que se celebraba en la vecindad. Todo estaba en silencio, en el interior y alrededor de la casa. Era una ocasión excelente; sin embargo, cuando iba a ejecutar mi plan, me fallaron las piernas y me derrumbé en tierra. Me levanté de nuevo y, reuniendo todo el valor del que fui capaz, aparté los maderos que había colocado delante de mi cobertizo para ocultarme. El aire fresco me reanimó, y con renovada determinación me aproximé a la puerta de la casa. Llamé.

—¿Quién es? —preguntó el anciano—. Adelante…

Entré.

—Perdone esta intromisión —dije—. Soy un viajero, y solo necesito descansar un poco. Le estaría muy agradecido si me permitiera quedarme unos momentos junto al fuego.

—Pase —dijo De Lacey—, intentaré buscar el modo de atenderle; pero, desgraciadamente, mis hijos no están en casa y, como yo soy ciego, me temo que me será muy difícil encontrar algo para que pueda comer.

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