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CAPÍTULO 6
Tal era la historia de mis queridos granjeros. Me impresionó profundamente. Y a partir de la descripción de la vida social que dejaba entrever aprendí a admirar las virtudes y a despreciar los vicios de la humanidad. Y, del mismo modo, consideraba el crimen como un mal alejado de mí; siempre tenía delante la bondad y la generosidad, animándome a desear convertirme en un actor en el alegre escenario donde se desarrollaban y se mostraban tantas cualidades admirables. Pero al dar cuenta de los avances de mi inteligencia, no debo omitir una circunstancia que aconteció a principios del mes de agosto de ese mismo año.
Una noche, durante mi acostumbrada visita al bosque cercano donde recolectaba mi propia comida y desde donde llevaba a casa leña para mis protectores, encontré en el suelo una bolsa de cuero con varias prendas de vestir y algunos libros. Inmediatamente me hice con el botín y regresé con él a mi cobertizo. Los libros afortunadamente estaban escritos en la lengua y con las letras que había aprendido en la granja; eran el Paraíso perdido, un libro con las Vidas de Plutarco y las Desventuras de Werther. La posesión de aquellos tesoros me proporcionó un extraordinario placer; podría estudiar y ejercitar constantemente mi intelecto en aquellas historias cuando mis amigos estuvieran ocupados en sus labores cotidianas. Apenas puedo describiros el efecto de esos libros. Produjeron en mí una infinidad de imágenes e ideas, que algunas veces me elevaban hasta el éxtasis pero más frecuentemente me hundían en la más profunda desolación. En las Desventuras de Werther, además del interés de su sencilla y emocionante historia, se proponían tantas opiniones y se arrojaba luz sobre lo que hasta entonces habían sido para mí asuntos completamente ignorados, que encontré en ese libro una fuente inagotable de reflexión y asombro. Las costumbres amables y hogareñas que describía, unidas a los delicados juicios y sentimientos que se expresan sin ningún egoísmo, se acomodaban perfectamente a mi experiencia con mis protectores y a las necesidades que siempre habían estado vivas en mi corazón. Pero yo pensaba que el propio Werther era el ser más maravilloso que yo hubiera visto o imaginado jamás. Su carácter no era pretencioso, pero dejó una profunda huella en mí. Las disquisiciones sobre la muerte y el suicidio parecían pensadas para asombrarme completamente. Yo no pretendía juzgar los pormenores del caso; sin embargo, me inclinaba por la opinión del protagonista, cuya muerte lloré sin comprenderla del todo. Mientras leía, sin embargo, comparaba las historias con mis propios sentimientos y con mi situación. Descubrí que era parecido y, sin embargo, muy distinto a aquellas personas de los libros, de cuyas conversaciones yo era solo un observador. Simpatizaba con ellos y en parte los comprendía, pero mi intelecto aún era inmaduro; yo no dependía de nadie, ni estaba relacionado con nadie. «El camino de mi partida estaba abierto», y no había nadie que lamentara mi muerte. Mi aspecto era repugnante, y mi estatura, gigantesca. ¿Qué significaba aquello? ¿Quién era yo? ¿Qué era yo? ¿De dónde venía? ¿Cuál era mi destino? Me hacía aquellas preguntas constantemente, pero era incapaz de darles una respuesta.