Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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—Sí que lo estoy —dijo el Espantapájaros—. Es feísimo saberse tonto.
—Bueno, sigamos —decidió la niña, dando la cesta a su compañero.
Ahora no había vallas bordeando el camino; y el terreno estaba descuidado y lleno de malezas. Hacia el atardecer llegaron a un bosque donde los árboles eran tan grandes y crecían tan juntos uno de otro que sus ramas se unían por sobre el sendero amarillo. Aquello estaba muy oscuro, pues las hojas impedían el paso de la luz del día, pero los viajeros siguieron adelante sin temor, internándose en el bosque.
—Si el camino entra allí, por algún sitio ha de salir —dijo el Espantapájaros—, y como la Ciudad Esmeralda está al extremo del camino, tendremos que seguirlo dondequiera que nos lleve.
—Cualquiera se daría cuenta de ello —repuso Dorothy.
—Claro, es por eso que lo sé. Si se necesitara cerebro para adivinarlo, jamás me habría percatado de ello.
Al cabo de una hora o dos terminó de oscurecer y ambos se encontraron marchando a tientas y tropezando a cada momento. Dorothy no veía nada, pero Toto sí, pues algunos perros ven bien en la oscuridad, y el Espantapájaros afirmó que podía ver tan bien como si fuera de día. Así, pues, la niña se tomó de su brazo y pudo continuar sin mayores inconvenientes.