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Al amanecer, Dorothy se lavó la cara con el agua de un arroyo cantarino y poco después partieron de nuevo hacia la Ciudad Esmeralda.

El día iba a ser muy ajetreado para los viajeros. No habían caminado más de una hora cuando vieron ante ellos una gran zanja que cruzaba el camino y parecía dividir el bosque en dos partes hasta donde la vista alcanzaba. Era muy ancha y cuando se acercaron cautelosamente hasta el borde, observaron su gran profundidad y las numerosas piedras afiladas que salpicaban el fondo. Sus costados eran tan empinados que ninguno de ellos podría deslizarse hasta abajo o subir de nuevo por la parte opuesta, y por el momento pareció que allí iba a terminar el viaje.

—¿Qué hacemos ahora? —suspiró Dorothy.

—No tengo la menor idea —dijo el Leñador, mientras que el León agitaba su melenuda cabeza y parecía sumirse en profundas meditaciones.

—Es seguro que no podemos volar —dijo por su parte el Espantapájaros—. Tampoco podemos bajar al fondo de este zanjón tan profundo. Por lo tanto, si no podemos saltarlo, tendremos que quedamos donde estamos.

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