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Junto a la puerta había un botón que Dorothy apretó con el dedo, oyendo en seguida un tintineo proveniente del interior. Se abrió con lentitud una hoja de la enorme puerta y al pasar los viajeros se hallaron en una amplia estancia sobre cuyas paredes relucían montones de esmeraldas.
Ante ellos se hallaba un hombrecillo del tamaño de los Munchkins que vestía de pies a cabeza con prendas verdes y hasta la piel tenía de un tinte verdoso. A su lado veíase una gran caja de aquel mismo color.
Al ver a Dorothy y a sus acompañantes, el hombrecillo preguntó:
—¿Qué desean en la Ciudad Esmeralda?
—Hemos venido a ver al Gran Oz —contestó Dorothy. Tanto sorprendió esto al individuo que tuvo que sentarse para pensar un momento.
—Hace muchísimos años que nadie me pide ver a Oz —expresó al fin, meneando la cabeza con gran perplejidad—. Es poderoso y terrible, y si vienen ustedes a molestar con alguna tontería las profundas reflexiones del Gran Mago, es posible que se enfade y los destruya en un abrir y cerrar de ojos.